lunes, 22 de diciembre de 2008

Segunda Guerra Mundial

Breve historia de la Segunda Guerra Mundial

La Guerra Relampago




A las 4.45 de la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939, un guardia de fronteras polaco dormita confiadamente en su puesto de control cuando, de repente, oye ruido de motores en el exterior.

Al salir de la caseta, y sin haber podido despejarse todavía el sueño de los ojos, ve cómo un grupo de soldados alemanes avanza con paso firme y decidido hacia él. Intenta darles el alto, pero uno de aquellos soldados lo lanza de un empujón al suelo. Los otros, entre risas, y mientras que un camarógrafo inmortaliza ese momento histórico, levantan a pulso la pesada barrera que marca la línea de la frontera germano-polaca y la apartan a un lado. Al cabo de unos minutos, la columna ya avanza a toda velocidad por la carretera rumbo al interior de Polonia.

El guardia de fronteras, desde la cuneta, contempla impotente cómo ante sí pasan tanques, camiones y motocicletas, dejando atrás una espesa nube de polvo. También oye ruido de motores en el cielo: al levantar la cabeza ve las primeras luces del alba reflejándose en el fuselaje verde oliva de una escuadrilla de aviones, siguiendo a la columna a poca altura. Mientras, más y más soldados atravesan la frontera al ritmo cadencioso que marcan sus altas botas de cuero negro.

Aquel atónito guardia polaco no es consciente de ello, pero acaba de ser testigo privilegiado del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, una contienda que acabará costando la vida a más de cincuenta millones de personas y que marcará la historia del siglo XX.

Paradójicamente, nadie había deseado aquella guerra. En el ánimo de Polonia no figuraba el deseo de provocar a su poderoso vecino alemán. Ni Francia ni Gran Bretaña, que se verían obligados a declarar la guerra a Alemania tres días después, tenían la más mínima intención de involucrarse en una guerra.

Pero, aunque resulte sorprendente, Hitler no tenía previsto enfrentarse a las potencias occidentales tan pronto. Según los arriesgados cálculos del dictador nazi, ni el gobierno de Londres ni el de París iban a mover un dedo por defender a Polonia, tal como había sucedido cuando engulló Austria o Checoslovaquia.

En sus previsiones, más adelante Alemania estaría ya en condiciones de medirse a británicos y franceses, quizás en 1942 o 1943. De hecho, todos los programas de rearme iban encaminados a alcanzar en esos años sus mayores cifras de producción. Hitler había dado orden de construir una potente flota de superficie capaz de disputar a la Marina de guerra británica –la Royal Navy- el dominio de los mares, pero que no estaría preparada hasta entonces. Ni tan siquiera se contaba en 1939 con una flota de submarinos suficientemente potente.

Pero a las nueve de la mañana del domingo 3 de septiembre, cuando las tropas polacas llevaban ya dos días intentando sin éxito resistir el imparable avance de los panzer, en el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán se recibió un ultimatum británico anunciando que a las once entraría en vigor el estado de guerra entre ambas naciones.

Hitler, al recibir el papel, se quedó petrificado; todos sus planes se habían visto alterados. Estuvo unos minutos sin pronunciar una palabra, hasta que rompió el silencio para preguntar a Joachim Von Ribbentrop, su ministro de Asuntos Exteriores:

-¿Y ahora qué?

-Supongo que antes de una hora llegará el ultimatum de Francia- le respondió Von Ribbentrop.

El veterano ministro alemán no se equivocaba. Al cabo de un rato llegó el esperado comunicado del gobierno galo, pero en este caso anunciando la declaración del estado de guerra para las cinco de la tarde de ese domingo.
El inminente estallido de la contienda no fue recibido por los jerarcas nazis precisamente con júbilo. Como si una oscura –y la postre, acertada- premonición hubiera pasado por la mente de Hermann Goering, el obeso jefe de la Luftwaffe –la Fuerza Aérea germana-, éste sólo acertó a exclamar:
-Si perdemos esta guerra, ¡que el cielo nos proteja!

Entre la población germana tampoco se desató el entusiasmo. Quizás influidos por el hecho de que esa tarde no se encendiese el alumbrado público de las ciudades en previsión de un posible bombardeo aéreo, los alemanes se encerraron en sus casas y se sentaron alrededor de sus receptores de radio para seguir los acontecimientos.

Las calles de Berlín presentaron esa tarde de domingo y los días siguientes un aspecto desierto y desangelado, que no traía consigo los mejores augurios para la guerra que acababa de comenzar.

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